Artículo de opinión de Rosa Arranz García
26 años de ausencia sentida y dolorida. 26 años de presencia en el recuerdo, en la melancolía, en la rabia o coraje, como dicen por allá. Cada año, el 16 de noviembre es un día de llanto para mí por la impotencia contenida. En los momentos tristes de recuerdo de ese día el corazón no cabe en el pecho. ¿Por qué seremos así los humanos? ¿Qué justificación puede haber para tanta injusticia y barbarie? ¿Aún creemos que pertenecemos a una especie civilizada?
El Padre José María Tojeira, provincial de los Jesuitas aquel 16 de noviembre de 1989, sentenció: “Las mismas personas que mataron a Monseñor Romero hicieron esto”. Así fue.
Los cuerpos permanecieron largo tiempo boca abajo en el césped donde habían sido fusilados: Armando López, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes e Ignacio Ellacuría. A Juan Ramón Moreno le habían arrastrado hasta la habitación Jon Sobrino, que no estaba en la UCA. Joaquín López y López estaba boca arriba en el suelo de su habitación, fusilado también. Los cuerpos Elba Ramos y de su hija Celina estaban en otra habitación, protagonistas de otra escena sangrienta.
Años atrás, en marzo de 1980 también fue asesinado Monseñor Romero. Antes de él, y después de los jesuitas y las dos compañeras, y entre uno y los otros ha habido mucho, muchos asesinatos en El Salvador, tantos que podrían llegar a 100.000.
En aquel día, 16 de noviembre de 1989, yo me encontraba en Valladolid, allí vivía y tuve la suerte de encontrar a compañeros y compañeras de un proyecto común, el Comité Oscar Romero que surgió en Valladolid en 1985. Fue para mí, una de las mejores etapas de mi vida. Como cristiana, descubrí que había otra forma de vivir la Fe, de sentirla, de comprometerla. El trabajo de los Comités en toda España estaba dirigido principalmente a Centroamérica.
Poco antes Jon Sobrino había estado en Valladolid. La Sala Borja estaba abarrotada, de gente mayor y de muchos jóvenes, dispuestos los oídos, los corazones y las mentes para escuchar las sencillas pero inmensas palabras que el padre jesuita, desde su convicción, su Fe, su sabiduría, su impregnación del pueblo pobre salvadoreño, nos estuvo dirigiendo a lo largo de varias horas.
El Rector de la UCA, Ellacuría no vino en esta ocasión y su destino truncó, junto al de los demás compañeros jesuitas aquella noche maldita del 16 de noviembre, sangriento y violento.
¿Porqué? Porque ellos daban luz y esperanza al pueblo salvadoreño. Ellos y muchos más antes y después daban sabiduría, empeño en la búsqueda de la justicia y el amor. Optaron de forma preferencial y primordial por los pobres y desheredados de esa tierra salvadoreña. Vivieron su fe desde esa opción y búsqueda preferencial, conscientes del precio que pagaban. Ese fue su evangelio de cada día, encarnado en ese querido y masacrado pueblo salvadoreño.
Los poderes de dentro y fuera, no lo podían consentir.
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