Ignacio Sanz es un narrador, oral y por escrito, como no hay dos, de la parte de Lastras, partido de Cuéllar, tierra de Segovia, infatigable, pues más de medio centenar de títulos lo contemplan. Hay que decir también por delante y por lo derecho que es discípulo dilecto de la escuela de Avelino Hernández, por eso en su prosa emociona sobremanera encontrar esa oralidad que, al igual que las vidas que levanta en sus relatos, está en trance de desaparecer por completo, con lo que eso conlleva: la liquidación de una civilización y con ella, de una literatura depositaria de lo más hermoso de nuestro idioma, decantado durante siglos. Y por el lado de la inventiva desmesurada y jubilosa, propia de los filandones, hay un guiño, a modo de homenaje, mediante una alusión al negocio de su padre, al cuentista mayor del reino Antonio Pereira.
Es una gozada paladear en los cuentos de Voces remotas, acostumbrados como estamos al pobre lenguaje estándar de tantas narraciones presentes teóricamente de postín, en las que parece que hablan unos señores de Ohio o Massachusetts, ese castellano de verdad, genuino, fidedigno, que Sanz maneja con soltura, a la perfección, diríase incluso que con amor. Con la aparición de cada libro suyo se renueva mi asombro por la aparente facilidad, échale guindas al pavo, con la que nos ofrece intacta la expresión legítima que está ya en el Arcipreste de Hita o en el de Talavera, por citar a dos maestros de la consolidación literaria de nuestra lengua: lacónica en su manera de articularse y en sus dichos y giros; senequista casi siempre; zumbona a veces, con una pizca de rechifla o retranca.
Las voces perdidas, alejadas del mundo, deseosas de pegar la hebra a causa de su soledad cotidiana, que rescata para solaz del lector, conforman personajes de una pieza. En realidad los relatos son retratos de una generación, la que ha vivido la desertización del agro, la mayoría desde el monólogo interior, algunos de un tirón, sin puntos y aparte, en cuya aplicación y adecuación al servicio del argumento es un virtuoso, a través de caracteres inolvidables. De qué manera se mete Sanz en su piel, cómo bucea en su ser, mediante esta técnica, con qué riqueza de matices personales y lingüísticos, con qué destreza de narratividad pura, hasta obsequiarnos con una apoteosis del lenguaje y del contar.
Y tras haberlos acompañado en su fracaso vital, que es de una u otra manera el propio, cómo olvidar al caradura y parlanchín del Chimeneas, de cháchara allí en el teleclub, con sus catálogos de estufas y de rusas, o al manirroto y balarrasa, calavera, del Chisqueretas –no hay recurso lingüístico popular, procedente de la tradición pueblerina, de su fecundo e inagotable acervo, caso de los motes, al que el escritor no saque partido: “en el pueblo los motes pesan tanto como los apellidos y dan cierta vitola de prestigio y de pertenencia al clan”–. O a la separada cuyo marido ha caído en los brazos de una polaca temporera de la fresa; a los tres hermanos farrucos de la familia de los Terrojas, muy echados para adelante; al viudo resinero Demetrio, alias el Piñas, ante su gallinero quemado; a la coleccionista de mariposas, con su mala conciencia; a la médica de familia y su marido fotógrafo; al marido de la Candelas, tan gruñón; al Marciel, que se cascó un helipuerto en una parcela para volver al pueblo como un famoso; al anciano, en fin, pero lúcido, aunque afirme que le “patina la cabeza”, cura Ricardo, con su visión de los morideros a los que llaman residencias, por desgracia en el candelero debido a la pandemia.
Otro acierto indiscutible, derivado del anterior, es la modulación del punto de vista, natural tratándose de un juglar contemporáneo que se ha batido el cobre con la muchachada por las aulas de media España, así como con el público de todo pelaje en plazas y recintos techados de la piel de toro, para trazar el fresco de una cultura campesina, en su mayor parte compuesta en sus estertores por solterones morugos, bastante adanes, que está periclitando, si no lo ha hecho ya, por toda Europa, tal y como certificara John Berger en el magistral epílogo de Puerca tierra. Una visión de conjunto auténtica, de vivencias verdaderas, ceñida a la realidad, sin bucolismos ni emprendedores, frente a tanta narración neorrural como prolifera. No del medio rural, que es como hoy en día llaman técnicamente al campo los mismos que ven infraestructuras en los caminos, últimamente pistas, vecinales, sino unas vidas marcadas por el “pueblo chico, infierno grande” y la envidia, persistente “como una mala cizaña”, por lo que no es de extrañar que la gente “haya salido huyendo”, actualmente casi Far West por los ciscos que se montan entre los indomables que resisten, sometidos además a las tristes veleidades de la condición humana en bruto, avivadas por la cerrazón de los lugares pequeños: “somos pocos y atravesados”.
El adjetivo del título, como decíamos, no se refiere a la distancia física, espacial, a algo muy lejano, sino que remite a lo que está sumido en el abandono y en vías de extinción, la España rural que fue agraria, perdida sin remedio. Por tanto, el espacio unificador de los relatos del libro es el de tantos “pueblos en agonía”, en particular del oriente mesetario donde la vieja Castilla se acaba y apenas queda sol en sus bardales, pero también de la raya occidental de Castilla y León, en los Ancares leoneses cabe Galicia y del Aliste zamorano cabe Portugal, en las comarcas más despobladas de la región, en definitiva, poco a poco convertidas por una despoblación galopante en “escombros, sólo escombros. Pueblos vacíos y cementerios vacíos”.
Pueblos en demolición, casi en ruinas, donde “los muertos pesan más que los vivos” y sólo quedan “cuatro viejos” mal avenidos e inmigrantes del Este o el Magreb, con demostasia, según la llaman los expertos de la presunta repoblación neorrural, en el mejor de los casos estancados, que se han “echado a morir”, “que se apagan” por esos andurriales y “atrases del mundo” y no hay quien los resucite, salvo viraje socioeconómico copernicano, impensable bajo un ultracapitalismo basado en el consumo desaforado, que impele al arrejuntamiento, y la globalización, de los que el verbo preciso y sutil de Sanz nos ha dejado con esta colección de catorce cuentos, a cual mejor, un testimonio en toda regla, impagable.
Autor: Fermín Herrero, poeta soriano que ha ambientado gran parte de su obra a su tierra, concretamente en la comarca de Tierras Altas.
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