Nueva Zelanda está formada por dos islas principales, alineadas de norte a sur ocupando más de mil kilómetros a lo largo, como desde Paris a Cádiz. Por esta razón, disfruta de muchos climas diferentes, que sumados a sus increíbles paisajes le dan ese halo de tierra maravillosa e inalcanzable. Solo hace unos ochocientos años que está poblada, cuando llegaron allí los maoríes, una de los cientos de tribus que se fueron repartiendo y repoblando todo el Océano Pacífico. Crearon una cultura propia muy ligada a la tierra, rica en rituales y tradiciones. En el siglo XVIII apareció el Capitán Cook y puso las islas a disposición del Imperio Británico que, a sangre y fuego, doblegó a los guerreros maoríes, sin llegar a colocarlos al borde de la desaparición, como ocurrió con los aborígenes de Australia. Hoy son el 20% de la población.
Nueva Zelanda es de una belleza extraña. Es tierra de volcanes, bosques de hadas, de cien especies de helechos (el emblema nacional) glaciares, geiseres, lagos de colores o de barro ardiente… por eso fue elegida para rodar aquí el Señor de los Anillos, como si fuera el país de Nunca Jamás.
En el suroeste de la Isla Sur está el Parque Nacional de Fiordland y allí encontramos el fiordo más maravilloso de todos, Milford Sound. Ya hace más de cien años que el Nobel británico Ruydard Kipling escribió que era la octava maravilla del mundo. Hoy su publicidad turística dice que es el rincón más bonito de la Tierra. Todos me recomendaban que no dejara Nueva Zelanda sin visitar Milford Sound. Sin embargo, yo miraba los folletos turísticos y apenas aparecía alguna foto con alguna cascada bonita, pero sin mayor interés, en una tierra plena de lugares muy llamativos.
Es un gran fiordo cerrado que solo tuvo acceso por mar hasta los años 30 del pasado siglo en que el gobierno, para dar trabajo público en la gran recesión, financió un enorme y siniestro túnel que conduce hasta el fiordo desde el interior de la isla. Sorprendentemente el túnel aparece en la pared de un enorme acantilado que deja sin respiración, hasta que poco a poco el autobús va descendiendo sinuosamente a través de paisajes inigualables.
Se abre al Mar de Tasmania y es una de las zonas más lluviosas del planeta con más de 7000 litros anuales. Pensemos que en Santiago de Compostela recogen 1200 litros. Como es normal, conocí Milford Sound bajo un intenso aguacero. “… Si para de llover, me dijeron, puede empezar a nevar”. Pensando en la carretera de retorno …era mejor que continuara lloviendo.
La carretera va recorriendo el fiordo dejando a ambos lados un sinfín de cascadas que se precipitan desde cientos de metros. Es un festival de agua y de verdes. Todos íbamos callados y con la nariz pegada al cristal. Cuando se llega hasta el agua un barco proporciona un recorrido a lo largo de los 15 kilómetros de fiordo. Aquí se refugiaban los barcos balleneros cuando el Mar de Tasmania se ponía bravo, cosa frecuente. Y aquí se refugiaría Manuel José de Frutos, el segoviano de Valverde del Majano, que remató su vida de cazador de ballenas por estas tierras en 1835, hallando consuelo con sus cinco esposas maoríes. Tuvo nueve hijos que fundaron el clan de los Paniora (españoles, en maorí). Hoy sabemos, tras su hermanamiento con el pueblo segoviano, que tiene … 16000 descendientes, repartidos por muchos mares. ¡Vaya espermatozoides balleneros!
El barco sigue el sinuoso trazado del fiordo entre impresionantes acantilados de los que siguen descolgándose infinitas cascadas, de todo tipo, formas y colores. El viento juega con ellas levantando por los aires lo que sería el caudal de un gran río mesetario. Cuando estaba embelesado, empapado hasta los huesos, mirando a un lado… perdón, a babor y a estribor, oí comentar a una pareja francesa: “ es el lugar más bonito en que he estado”. Eso mismo estaba yo pensando, en ese instante de agua, viento y belleza sin límites. No hay ninguna foto que pueda expresar esta inmensidad. Ahora entendía las anodinas fotos de los folletos. Acantilados, cascadas, bosques colgantes, rocas verdes de musgo, playas con focas… y agua, mucha agua en todas sus formas y colores. En el viaje de vuelta, todo el mundo iba callado, como abrumados por lo que habíamos visto y recolocándolo en algún rincón especial del cerebro.
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