Roma está habitada por tres tipos de personajes: los romanos, los romeros y los turistas. Cada uno tiene su vida, sus rutas y sus preocupaciones. Los romanos hacen su vida, pero procuran, con alegría y educadamente, sacar los mayores provechos de los otros dos grupos.
Los romeros visitan los lugares sagrados y procuran ganar todas las indulgencias posibles, porque mañana no se sabe. He visto que tienen sus rutas particulares, con autobuses que dicen “Roma Cristiana” y suelen moverse en grupos muy identificables. Pueden hacer caridad porque a la puerta de todas las iglesias hay algún pobre, quizás puesto por el Cardenal Bertone. Pienso que los romeros deben de ser muy pecadores, porque todas las iglesias que visitan están llenas de confesionarios. El discurso de sus guías suele tratar de los Papas, los santos y sus milagros, más que de los detalles artísticos o históricos del lugar. Escuchan muy atentos, se mueven tranquilos y nadie muestra signos de cansancio. La fe los mueve y nunca mejor dicho.
Los turistas parecemos una especie rara, mutante y en constante evolución. Cada vez es más exigente el manual del buen turista. Hay que tirar una moneda en la Fontana de Trevi para volver a Roma. Hay que meter la mano en una gran máscara de piedra, la Boca de la Verdad, para comprobar que no somos mentirosos. Otra más ridícula aún: he visto una extraña fila para mirar por la cerradura de una puerta del Priorato de Malta en la colina del Aventino. Me he comprado un gelato para aguantar los veinte minutos de cola y he contemplado 10 segundos por la cerradura la que dicen que es la vista más bella de Roma. Se ve la cúpula de San Pedro dentro de un marco de verde vegetación. No sé si el que vende los gelati se inventó esta nueva tontería, pero funciona. Así de intrascendente es la vida del turista. En otros sitios hay que ver una rana, rodear un círculo, pasar la Porta Santa o tirar monedas a cualquier sitio con agua.
Roma, aunque tiene la fama, no está más sucia que Madrid. Es sobre todo una ciudad ruidosa. En todo momento suenan alarmas, sirenas de ambulancias, policías y bomberos, acelerones infernales de las motos…Nadie se queja. Parece que ya es una virtud de la sociedad moderna. Si oímos sonar ambulancias, policías o bomberos quiere decir que alguien se preocupa de nosotros y podemos sentirnos seguros. Aquí hay que sumar la mirada interrogante de los militares, que están custodiando iglesias, calles y plazas, con las metralletas dispuestas. Así reconocemos que el terrorismo nos está ganando; ya nos ha metido el miedo en el cuerpo y está cambiando nuestras vidas. Dos militares en una plaza no pueden hacer nada ante el terrorismo de hoy, pero tranquilizan a los paseantes. Para acceder a alguna iglesia hay que pasar delante de un landrover con cuatro militares, después un control con escáner, ante cuatro seguratas más. La entrada es gratuita. ¿Quién paga todo eso? Luego nos dirán que no hay dinero para médicos y profesores.
Pero en fin, los romanos siguen disfrutando de la vida. Pasean, hablan, echan la siesta a la sombra de una columna antigua y, sobre todo, cocinan la pasta y las pizzas como nadie. Con alegría, con una atención exquisita, con conversación… Una pareja italiana, que cenaba al lado, primero se extrañaba de que me llamara Jesús, luego me preguntaba sobre mi estancia en el Trastevere. Un encanto. Ellos acababan de comprar una pequeña casa en el barrio y estaban discutiendo si era del año 1300… o del 1500. Parece que hablaban de antes de ayer. Así es Roma. Hay una Roma que es vieja y otra que es antigua. Las dos son encantadoras.
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