Cuando los amigos me hablaban de Roma y de sus maravillas ninguno me hablaba de Ostia. Quizás por eso me he sentido tentado a descubrirla. Ya tenía ganas de abandonar un poco la gran ciudad y sus ruidos. Por la mañana he cogido el tren con tranquilidad y he aparecido en Ostia, a unos 25 kilómetros.
Fue el puerto de Roma, en la desembocadura del Tíber. Por azares de la naturaleza cambiante hoy el mar queda cinco kilómetros más allá. Esas mismas tierras aluviales que alejaron el mar, cubrieron y ayudaron a conservar las ruinas de esta ciudad-puerto.
La visita a unas ruinas arqueológicas puede ser lo más aburrido del mundo o lo más interesante, dependiendo de cómo se explique y se interprete. Ya odio las visitas guiadas, porque he sufrido dos horrorosas, con batallitas que no me interesaban absolutamente nada. He recorrido Ostia con mi librito y con la literatura de los paneles. Todo muy entretenido y completo.
Es toda una lección de construcción romana. Después de dos mil años, aquí continúa buena parte de los edificios. Nos queda claro que con los humildes ladrillos y el “opus cementitium” los romanos levantaron todo un Imperio. Parece que construían para la eternidad, por el tipo de hormigón que utilizaron. El mármol embellecía paredes y techos, pero los ladrillos eran el corazón de cada edificio.
Quedan los restos de una ciudad de trabajadores completa. Están las tiendas de los mercaderes, los almacenes de mercancías, casas nobles y plebeyas, bloques de viviendas de tres pisos, la taberna, el gimnasio con sus ejercicios descritos en mosaicos, varios complejos de termas y, por supuesto, sus templos y su foro. Lo mejor conservado es el teatro, que ¡ya lo quisiéramos hoy en Cuéllar, en estas condiciones!
La visita es un paseo por la vida cotidiana de una ciudad romana. Pompeya era aristocrática. Ostia era una ciudad de la gente que trabajaba y mantenía el puerto. Aquí llegarían los granos de nuestra Meseta y el oro de Las Médulas acarreados por la Ruta de la Plata, el aceite de la Bética, las aceitunas, el vino y sobre todo el famoso “garum” de Hispania, un tipo de paté de pescado cuya receta aún se desconoce, pero que volvía locos a los romanos. Llegaban miles de ánforas de barro con productos de todo el Mediterráneo. Ese gran movimiento comercial supuso la primera globalización. El Imperio romano saqueaba los bienes de cada lugar y Ostia era el gran puerto receptor. También llegarían aquí los productos de la Ruta de la seda, jade de China, lapislázuli de Afganistán, tejidos persas, especias indias. Ostia era el corazón del comercio del mundo de la época. De aquí partían las mercancías río arriba en barcos más pequeños para abastecer las necesidades de una ciudad de más de un millón de habitantes. La organización debía ser increíble. Cuando los envíos de mercancías empezaron a decaer el Imperio también comenzó su decadencia y la ciudad descendió de población.
No me extraña que haya tanta gente dedicada a leer y estudiar sobre las mil caras del Imperio Romano. Es muy sugerente toda esa investigación porque es increíble que eso sucediera hace dos mil años. Cuando el Imperio desapareció a finales del siglo V, Europa tardó casi mil años en recuperarse y en recuperar el mismo nivel de desarrollo. Pero no volvieron a tener casas con alcantarillas y baños de agua caliente. Como último recuerdo de su nivel de vida quedan en nuestros pueblos algunas casas con “gloria”, la típica calefacción romana. El siguiente paso ha sido la calefacción radiante. Pero hemos necesitado dos mil años. ¡Qué listos eran estos romanos!
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