Ya dicen los tópicos que el fútbol es mucho más que un juego. Es mucho más que un deporte. Es mucho más que un negocio. Es mucho más que el opio del pueblo, que dirían los marxistas clásicos. En los lugares más recónditos de nuestro cerebro y de nuestras vidas el fútbol está ocupando el espacio que un día ocupó la religión. Hoy llenamos ese rincón con nuevos dioses, nuevos templos, pero con los mismos rituales. ¿Cómo se entiende si no, la peregrinación de los fieles más humildes a una Final de Champions en Milán, la gran catarsis, sacrificando familia, dinero, ahorros, vacaciones… para conseguir el éxtasis que nos proporcionan nuestros dioses? ¿Cómo se entiende si no, la participación en esas largas procesiones de nuestros “Santísimos”, aclamados por los devotos en las calles, después de haber conquistado cualquier Copa, que supone el acceso al Olimpo?
Pero el fútbol es también bastante más que una religión. Es el gran bálsamo que todo lo envuelve y todo lo suaviza. Es habitual escuchar las quejas de comentaristas, periodistas, sociólogos, asociaciones variopintas… sobre los vergonzosos comportamientos de las gentes que acuden a los estadios. Allí aparece el racismo más descarnado silbando o burlándose de jugadores negros, aunque sean los propios. Podemos ver el machismo más rancio, apoyando a jugadores que han sido denunciados por maltratadores. El españolismo más casposo se junta para silbar a Piqué o al enemigo de turno. De manera ruidosa se hacen allí presentes los grupos más fascistas de nuestra piel de toro, con sus emblemas, cánticos y parafernalias. En torno al espectáculo se citan las hordas y tribus de especímenes violentos para darse de hostias, sin más motivo ni razón que la pertenencia a una tribu diferente. Sin embargo la mayor parte son gente normal, como tú y como yo.
Los Estadios de fútbol se han convertido en los grandes receptores de nuestras miserias. Son nuestra válvula de escape. Gracias a ellos funciona nuestra sociedad de forma menos violenta y menos agresiva. Es el único espacio donde se puede dar rienda suelta a una violencia “controlada”, a los malos modos, la mala educación, los odios más ocultos, las frustraciones menos reconocidas y nuestro lado más salvaje. El fútbol todo lo aguanta, todo lo recoge, nos envuelve con ese bálsamo purificante y nos convierte en unos personajes, más suaves y más adaptados a una sociedad loca y sin sentido. El fútbol saca lo peor de cada uno de nosotros, aunque estemos en casa tranquilamente con una cerveza o en un pequeño campo de Tercera División, donde se pueden ver los hechos más violentos. El fútbol nos purifica, nos limpia de las barbaridades más inconfesables y nos devuelve a la sociedad como buenos trabajadores, educados ciudadanos y responsables padres de familia.
El fútbol se ha identificado con los nacionalismos y ha ocupado el papel de las viejas guerras. En el estadio afloran todos nuestros tópicos y nuestros eternos prejuicios contra “los ingleses de mierda ”, “los cabrones de los alemanes” o “los chulos de los italianos”. Por eso el fútbol ha sustituido a las guerras y nos trae la paz. Ya nadie imagina a nuestros hijos guerreando contra los alemanes. El día en que el amor por el fútbol se extienda por los países árabes … hasta veremos disminuir el problema del Terrorismo, porque el descontento social, las frustraciones personales, la conflictividad general y la agresividad latente habrán encontrado una salida mucho más civilizada y adaptada a los tiempos.
Desde el mar de Pinares: Jesús Eloy García Polo
Comentarios recientes