Una vez aterrizados en la Isla Norte de Nueva Zelanda, apenas nos llama la atención Auckland, la capital económica del país. Al día siguiente, bajo los serios efectos del desfase horario, tomamos un autobús hacia Rotorua, la llamada ciudad del sulfuro, que siempre está envuelta en esos olores desagradables con que la perfuman las áreas volcánicas que la rodean.
También es la capital de la cultura maorí, la de los primeros pobladores de estas islas. Si a esto le sumamos los centros de actividades de deportes de las últimas locuras, ya entendemos porqué es la ciudad más atractiva para el turismo. Aquí llegamos gentes de todas las edades con las más diversas inquietudes, ninguna relacionada con la Filosofía, precisamente. Acción, actividad, movimiento parecen las palabras que dan vida a este joven país.
Dejamos a un lado los carteles de deportes de riesgo, que inundan todos los paneles informativos, y nos encaminamos a las aguas sagradas de Wai-O-Tapia, la zona geotermal más grande del país. En un recorrido de tres kilómetros podemos contemplar todos los fenómenos volcánicos que nos regala la naturaleza. Hay humeantes cráteres hundidos, fumarolas, grandes pozas de lodo hirviente, lagos y lagunas con aguas de diferentes colores y temperaturas y hasta un geiser, que parece programado para saltar a las diez y media. Parece que ya está muy poco activo y todos los días, ante los turistas reunidos, provocan su esplendorosa subida con una magia de polvos blancos. Los turistas nos conformamos con todo, si hay espectáculo.
Toda esta gran área volcánica está activa desde al menos hace 150.000 años. Ha tenido grandes explosiones y hundimientos de cráteres. El mayor cataclismo se produjo en el siglo II con la gran erupción de un enorme volcán en lo que hoy es el Lago Taupo cuyas cenizas volátiles llegaron hasta Europa. A lo largo de la historia han continuado las actividades volcánicas convirtiendo a la zona en uno de los mejores exponentes de que nuestro planeta sigue vivo y sus maravillosas y destructivas manifestaciones nos recuerdan que apenas somos un ligero accidente sobre la corteza.
Tanto movimiento volcánico se debe a que en Nueva Zelanda se juntan la placa tectónica australiana con la del Pacífico que está bajo ella, produciendo constantes terremotos, el último en el pasado noviembre. Más destructivo fue el de 2011 que provocó más de 100 víctimas en la ciudad de Christchurch.
Sin embargo al hacer todo el recorrido de Wai-o-Tapu no hay ninguna sensación de miedo, solo de admiración ante las nieblas y los coloridos del suelo y el cielo. Los nombres son bastante sugerentes: Cráter del Trueno, La Casa del Diablo, Puerta del Infierno…Ahora aquí es verano y algunos lagos y riachuelos están un poco faltos de agua, pero continúan depositando los minerales que hacen posible esa variedad de colores. El azufre viste de amarillo, el manganeso de morado, el antimonio de naranja, el arsénico de verde…todos los colores se van uniendo en una de las lagunas que se conoce como la Paleta del Artista.
Hay que reconocer que los kiwis, los habitantes de Nueva Zelanda, son muy buenos vendiendo las maravillas de su país. Además saben tratar muy bien a los extranjeros. Tienen merecida fama de simpáticos y agradables. Constantemente nos sorprenden por su amabilidad y su desvelo por ayudarnos, explicarnos o mostrarnos algo que merezca la pena. Cada día recordamos el contraste con nuestra tierra y nuestra gente tan áspera y seca. Así nos hemos ido haciendo entre páramos y pinares. Algo nos cambiará la influencia de la aldea global.
15 enero, 2018
Que chulo, te lo estarás pasando genial Eloy
16 enero, 2018
Enganchado a las cronicas de viajes de Eloy…