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Nueva Zelanda (7): Fiordland

La maravilla de Fiordland.

Seguimos por la costa oeste, pero empezamos a tener suerte con el tiempo. Vamos a Fiordland, la zona más al sur, la más lluviosa y por fin disfrutamos de algún día que no necesitamos chubasquero. Vemos el sol en unos lugares donde llueve más de trescientos días al año. El clima es muy variado en estas dos islas. Solo hay que pensar que se extienden a lo largo de una latitud equivalente a la que hay entre París y Tánger. Hay una infinidad de climas y microclimas. El mar templa las temperaturas y no hay grandes calores ni fríos. Aunque estamos en verano no nos olvidamos del pantalón largo ni de la rebequita. Pero cuando luce el sol es realmente abrasador y peligroso. Entendemos porqué nadie toma el sol en las playas y porqué es necesario protegerse la piel por más que el agujero en la capa de ozono esté bastante recuperado.

Hemos recorrido los dos únicos fiordos que son visitables a lo largo de la región de Fiordland. Son dos maravillas increíbles ante los que no cabe más que guardar silencio y quedarse con la boca abierta. Así nos lo ha hecho experimentar el guía de uno de ellos cuando ha mandado parar los motores del barco y nos ha invitado a quedarnos en silencio contemplando el mar y las montañas. Realmente irrepetible. Milford Sound solo tuvo acceso por carretera cuando el gobierno neozelandés, tras la crisis del 29, decidió acometer grandes obras públicas, como éste túnel, para dar trabajo a la gente y poder superar la crisis. En la crisis actual nuestro gobiernos han hecho exactamente lo contrario y, tras diez años de crisis, estamos empezando a salir pero dejándonos un montón de plumas en el intento.

Vistas maravillosas.

El túnel hace asomar la carretera en lo alto del fiordo y todo el descenso por la ruta es un paseo por lugares jamás imaginados. Una vez abajo el barco nos lleva a recorrer los doce kilómetros de fiordo hasta el Mar de Tasmania. Las montañas que nos rodean son a veces paredes casi verticales por donde caen cascadas en las más variadas formas y tamaños. Unas son levantadas por el viento, otras se ondean como una melena juvenil y las hay que se cuelan entre la montaña horadando profundos surcos. La imagen turística de Milford Sound está dominada por el Pico Mitre, una gran pirámide que se levanta majestuosa en medio del agua hasta alcanzar más de 1600 metros. Durante el recorrido aparecen focas y delfines para recordarnos que estamos en medio de una naturaleza salvaje que nos envuelve y nos da vida. Cuando llegamos al mar el barco comienza a moverse un poquito. Este fiordo era utilizado por los barcos cazadores de focas y de ballenas para refugiarse de las tormentas. Nadie más lo conocía.

El otro fiordo de Doubtfull Sound tiene una historia diferente. Su nombre se debe a que el Capitan Cook en 1770, en su viaje de exploración y descubrimiento por tierras de Australia, Nueva Zelanda y el Pacífico, no se atrevió a entrar en el fiordo a bordo del Endevour por miedo a que la falta de viento no le permitiera salir. Así se llamó el fiordo de la duda. Más de 20 años después la expedición del español Malaspina exploró y cartografió todo el fiordo de forma admirable, con merecido reconocimiento hasta nuestros días. Aún quedan bastantes nombres españoles por estos rincones.

Pero quizás el recuerdo español más simpático en estas tierras sea el de Manuel José de Frutos, un paisano de Valverde del Majano, que hace más de cien años recaló por aquí enrolado en un barco ballenero. Lo trataron bien y nunca pensó en volver. Fue acogido por los maoríes que le dieron cinco esposas con las que tuvo una larga descendencia. Hoy forman el clan de los Paniora (españoles) en la isla norte y abarca a más de 16000 miembros repartidos por medio planeta. Algunos han visitado Segovia para conocer a sus ancestros y han recibido también alguna embajada amistosa de Valverde del Majano. Es una tierna historia más de la aldea global.

El fiordo de Doubtfull Sound es un poco más complicado de alcanzar porque hay que cruzar un lago y luego descender por una carretera especial que se hizo para construir una central eléctrica. Después de 20 kilómetros se llega al barco y comienzan otros tantos kilómetros de zigzagueo entre montañas y cascadas imponentes. Son de las sensaciones que nunca se olvidan. Es la madre naturaleza en estado puro, mostrando toda su vida, su belleza y su poderío más allá de los desatinos de los insignificantes humanos. Todos nuestros problemas y nuestras preocupaciones son peccata minuta comparadas con esta inmensidad que nos rodea. La naturaleza parece mostrarnos el camino. Sobre todo en estos tiempos que la gran mayoría de la gente vive sumergida en el ruido de las ciudades sin ningún contacto con unas migajas de vida natural. La naturaleza nos marcas los pasos, los ritmos, los tiempos que pueden dar un poco de sentido a nuestras vidas alocadas. Solo hay que contemplar y escuchar.

Autor: Jesús Eloy García Polo

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