El verdadero viaje nunca es una huida. Es evolución. Viajar es buscar (Jung)
Desde Cancale vamos ya recorriendo la gran bahía donde nos espera el destino más deseado por viajeros y peregrinos desde la Edad Media. Conducimos impacientes hasta que, mediada la tarde, adivinamos dibujada a lo lejos la conocida silueta del Mont Saint-Michel. No conseguimos encontrar sitio en el camping más cercano y debemos alejarnos unos kilómetros. Una vez instalados no nos resistimos a hacer una primera visita a la caída de la tarde, aunque sea mañana el día que tenemos destinado para recorrer el histórico peñasco.
Se percibe que todo está muy preparado para recibir miles de visitantes. No se puede acceder con el propio vehículo. Hay que dejarlo unos kilómetros antes y tomar un autobús público que nos lleva a las cercanías del Monte para que hagamos paseando y disfrutando los últimos cientos de metros. La primera impresión es la que queda. Y en verdad es una maravilla de la naturaleza, de la mano del hombre y de la historia. Todo se ha conjugado durante más de mil años para sintetizar aquí lo bueno y lo malo de nuestro paso por el planeta.
Las primeras piedras fueron levantadas en el año 708 después de que el Arcángel S. Miguel se apareciera por tres veces al Obispo Aubert y le mandara construir un templo. A partir de ahí comenzó a convertirse en un lugar de peregrinación que fue creciendo a lo largo de la Edad Media.
Los benedictinos llegaron en siglo X y empezaron por edificar la primitiva iglesia que pronto dejó paso a la Iglesia Abacial, levantada a partir del año 1000. Hoy la podemos admirar dominando todo el peñasco. A los pies del monasterio fue surgiendo una aldea con el trasiego de peregrinos, mercaderes y guerreros. Siglo tras siglo se fue enriqueciendo la Abadía con diversas construcciones que la engrandecieron hasta dibujar el perfil que hoy es reconocible por medio planeta, culminado por la aguja de 32 metros que se colocó en 1897, junto con la brillante estatua del arcángel. Todas las obras obedecían a dos imperativos ineludibles: las exigencias de la vida monástica y las dificultades topográficas. Ambas circunstancias hicieron del Mont Saint Michel un lugar único que no pasó desapercibido a los poderes políticos desde sus inicios. Durante la Revolución Francesa se disolvió la comunidad monástica y la Abadía fue convertida en prisión hasta 1863. Poco después Napoleón III la proclamó Monumento Histórico, propiedad del Estado.
En época temprana habían comenzado las fortificaciones en el peñasco hasta convertirlo en un ejemplo de arquitectura militar y en una plaza inexpugnable. Por su emplazamiento y fortaleza jugó un papel destacado en la Guerra de los 100 años entre Francia e Inglaterra, desde 1337 hasta 1453. No podía ser asediada ni por mar ni por tierra. Durante las contiendas, los reyes franceses lo convirtieron en un símbolo de la identidad nacional y así ha continuado hasta hoy. Con más de tres millones de turistas es el segundo lugar más visitado de Francia después del Museo del Louvre. Y aún así no tienen a bien iluminarlo por la noche.
Las construcciones se han ido realizando a diversos niveles, apoyando unas sobre otras hasta conseguir esa silueta piramidal que hoy nos asombra. Un buen número de espacios se dedicaban a la vida cotidiana, refectorio, claustro, escriptorio… Otros a la vida religiosa, como la iglesia abacial o las varias capillas y criptas. Además se habilitaban dependencias para servicio de peregrinos como la limosnería o la sala de huéspedes.
Todos los espacios se van recorriendo durante la visita que comienza en lo más alto tras una costosa ascensión, gratificada por las increíbles vistas sobre la bahía infinita. Desde allí, a través de pasadizos, escaleras de caracol o pasillos claustrofóbicos (nunca mejor dicho) vamos apareciendo en estancias medievales restauradas con tanto acierto que esperamos encontrarnos con Guillermo de Baskerville en cualquier momento. En uno de los recodos nos sorprende una enorme rueda que ocupa el antiguo Osario de los Monjes. Se instaló en1820 para subir los alimentos a los presos. Fue construida a imitación de las poleas utilizadas en la Edad Media para elevar los materiales de las obras.
Más adelante nos llama la atención una cripta de gruesos pilares que esconde los secretos de la consistencia de toda la Abadía. Los edificios superiores son de arquitectura más delgada y elegante para disminuir el peso en alturas elevadas. El mejor ejemplo es el claustro con sus esbeltas columnas y sus vistas impresionantes. Suponemos que distraerían a los monjes de sus oraciones pero les acercarían a las maravillas terrestres. En su lateral oeste se abre una gran vano acristalado que debería conducir a la Sala Capitular, que nunca se construyó. Hoy es el mejor mirador sobre las cambiantes aguas del mar.
Estamos ante la bahía con las mayores mareas de toda Europa. Cuando hemos terminado la visita me he entretenido en indagar sobre las causas de estas mareas que llegan hasta los 14 metros de desnivel. Eso implica que en estas zonas tan llanas las aguas se retiran varios kilómetros en la marea baja. Luego en la marea alta las aguas llegan a avanzar a la velocidad de un caballo al galope. Dicen. Es peligroso y aconsejan no pasear solo por las zonas de marea. A veces se ven grupos perdidos en la lejanía… Es impresionante este mundo de las mareas.
Ya sabía que se producen por el efecto de atracción del sol y sobre todo de la luna sobre las masas de agua de los océanos. Pero hay más. Cuando se suman los efectos de ambos las mareas son mayores. Si además coinciden con los solsticios crecen aún más. Y si coinciden con el perigeo lunar (mayor cercanía a la tierra) o terrestre se convierten en las mayores de todas. Para 2033 se espera una de ésas… Sin embargo en esta zona son tan pronunciadas porque el Canal de la Mancha forma aquí un gran embudo hacia donde convergen las aguas que el océano devuelve en las mareas altas. Ese efecto embudo produce estas subidas tan espectaculares. Solo las grandes mareas dejan convertido al Monte Saint Michel en una isla. Siempre hay que consultar la tabla de las mareas cuando se anda por aquí. Nosotros asistimos a unas mareas bastante normalitas, de unos ocho metros…
Para hacer la visita habíamos subido hasta la parte elevada por escaleras alternativas y terrazas poco frecuentadas. Al finalizar la visita a la Abadía nos vemos lanzados hacia la estrecha calle que va serpenteando por toda la colina. Enseguida se rompe el encanto y el silencio de los muros medievales. Hay un enjambre de gentes, gritos, garitos, tiendas de todo tipo… Y estamos en plena pandemia. Nos ajustamos bien la mascarilla y nos movemos ligeros con la bendición de Saint Michel por lo que pueda pasar. Son las tres de la tarde y necesitamos comer algo. No queda más remedio que apañarnos con una hamburguesa rápida, cutre y cara, en medio de la barahunda. Todo sea por la gloria del santo lugar.
Cuando regresamos caminando y dejando atrás tanta maravilla nos quedan unas sensaciones contradictorias. Juré delante del mismo Saint Michel que no volveré a visitar ninguno de estos lugares que “tienes que ver antes de morir”. ¿Todos tenemos que visitar los mismos monumentos? ¿Todos debemos viajar a los mismos lugares? ¿Quién nos crea las necesidades? ¿A quién beneficia? ¿Es sostenible este turismo de masas? ¿Somos respetuosos con estos lugares tan maravillosos que nos ha legado la historia o la naturaleza? ¿Quién manipula nuestras ansias de viaje? He andado por muchos rincones poco frecuentados, pero también he visitado Venecia, el Taj Majal, el Empire State, Machu Pichu o Santa Sofía…Y ahora me pregunto ¿qué sentido tiene llegar hasta esos lugares emblemáticos para satisfacer mi curiosidad si queda ahogada entre miles de personas como yo? ¿De verdad merece la pena? Ya le he dicho al mismo Saint Michel que no me espere más por estos santos lugares de la modernidad.
24 septiembre, 2021
Me impresionó a pesar de todos Lis que estábamos andando por allí