A veces nos presentan las opciones en política como un amplio abanico de posibilidades para elegir, algo así como quien elige un color de pantalón. No es cierto. Después de muchas elecciones observamos que apenas un 10% del electorado es capaz de cambiar su voto y que otro 10% oscila entre votar o abstenerse. Solo ese 20% hace variar las citas electorales y hacia ellos van dirigidas las ruidosas y costosas campañas. El resto tienen tomada una opción previa, casi inamovible, que mantienen año tras año, por encima de frustraciones, incumplimientos y corrupciones. Quiere decir que la actitud ante la política es algo más que eso, es en realidad una actitud ante la vida. En las cerradas sociedades rurales vemos además que esa actitud suele venir dada familiarmente. Se hereda y se absorbe en casa entre el colacao y las madalenas.
En la anquilosada sociedad preindustrial no había ni izquierdas ni derechas. Todo permanecía siempre igual, sin apenas cambios sociales o tecnológicos. Las cosas comenzaron a removerse con la revolución industrial y la revolución social que trajo la Francia de 1789. Ante esos cambios quedaron definidas desde entonces dos posiciones vitales: los tradicionalistas, aferrados a mantener la vida y la estructura social como siempre habían existido…y la corriente llamada liberal que se sumaba al movimiento, a la evolución y a la adaptación constante a los cambios sociales y tecnológicos que empezaron a remover la economía y las estructuras sociales.
Esas dos corrientes se prolongaron durante todo el siglo XIX, (tradicionalistas y liberales). Luego saltaron al siglo XX con nombres diferentes, pero manteniendo el mismo esquema. Conservadores y Progresistas, llamados también republicanos, socialistas… Derecha e Izquierda en terminología clásica. Unos que prefieren hacer los mínimos cambios en las costumbres, las creencias, la división social, el reparto de la riqueza…y otros que se suman a un cambio constante por mejorar las condiciones de vida, las desigualdades sociales….aunque eso suponga a veces llevarse por delante “tradiciones de toda la vida”. Una visión estática de la sociedad, frente a una visión en dinámica constante.
Los avances tecnológicos que estamos viviendo nuestra generación han supuesto un cambio total en la forma de percibir la vida y las expectativas de futuro. Ya todo es diferente, las costumbres, la gente joven, el matrimonio, la educación, la religión…Todos esos cambios tan rápidos producen inseguridad e incertidumbre. Nada es como era antes y sobre todo, no sabemos cómo será en un futuro. Tampoco sabemos cómo tendremos que prepararnos. Dicen los pensadores que vivimos entre un mundo que desaparece y otro que no acaba de llegar.
Ante esta inseguridad y falta de certezas hay un sector de la población que opta por amarrarse a las seguridades de ese mundo que se nos va. Se aferran a los signos de lo que fue la vida de ayer, tradiciones, creencias, rituales… que dieron sentido a un tipo de vida y de sociedad que hoy ya no existe. Hablan de los valores tradicionales, de la familia, la autoridad, respeto a la religión…Hablan de un “ayer” que era un mundo seguro, donde cada uno tenía su puesto social, sus expectativas de vida, donde las normas sociales eran claras y las posibilidades de ruptura eran mínimas. Si uno encajaba en el engranaje social y religioso, ahí se resolvían todas sus preguntas e incertidumbres.
Todos buscamos seguridades y certezas. Pero en este mundo tan cambiante cada vez es más difícil. Ni el trabajo, ni la política, ni la economía, ni la forma de pensar o de vivir son nada estables y seguras. Todo fluye, todo cambia en esta “sociedad líquida”. Las tradiciones y rituales del pasado se ofrecen como una tabla en medio del naufragio para una parte de la sociedad. Las religiones siempre han ofrecido seguridad en los tiempos convulsos. Por ese motivo los amantes de las tradiciones, en medio de un mundo que desaparece, mantienen rituales, procesiones y formas religiosas que un día tuvieron sentido en otro tipo de sociedad.
Nuestra Castilla tradicional, tierra de pequeños labradores apegados al terreno, de autónomos autoexplotados, tierra de curas, funcionarios y militares, tierra de gente sumisa y caciques altivos, ha sido siempre tierra de tradiciones eternas y poco amor por el progreso. Las procesiones de Semana Santa son un dato más de esta Castilla tradicionalista y recostada en un rincón de la historia. Su resurgimiento es fruto del miedo ante un futuro de incertidumbres.
El mundo que viene parece que asusta mucho a la gente de la Castilla profunda. Muchos se marchan y los que se quedan prefieren refugiarse en lo que siempre han vivido, antes que abrir la ventana y dejar entrar los vientos nuevos, que podrían removerlo todo.
Opinión: Jesús Eloy García Polo
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