En una visita a Barcelona me ha sorprendido más la Sagrada Familia que las escasas banderas esteladas, ya ajadas y descoloridas, que cuelgan de los balcones.
Dice Michel Onfray, intelectual de moda en Francia, que la Sagrada Familia concentra toda la historia de nuestra civilización. Lo comenta en un sentido negativo porque lo concibe como la expresión de la decadencia y el final de la civilización judeocristiana. Al igual que todos los intelectuales agoreros, que quieren vender un nuevo credo, predica el fin de esta sociedad occidental. Pero creo que la construcción de la Sagrada Familia no es un ejemplo muy convincente. Más bien parece un extraño ejemplo de todo lo contrario.
Allí vemos la construcción de un templo que se alarga en el tiempo, tal como se levantaron las catedrales góticas. Comenzó en el siglo XIX y ya por fin, en el siglo XXI, se ha puesto una fecha para su finalización. Será en 2026, centenario de la muerte de Antoni Gaudí.
La primera vez que visité esta construcción increíble fue allá por 1972 y las obras se reducían a poco más que uno obreros, unos carretillos y unas vallas de señalización para no meterse bajo las obras de las cuatro torres inacabadas de la segunda Portada, que crecían muy lentamente. No había techos, ni cúpulas, apenas unas paredes y nada más. Era un amplio solar con unas torres buscando el cielo.
Ahora la impresión ha sido muy diferente. El interior de la iglesia está prácticamente terminado y la sensación que se experimenta a la entrada es indescriptible. No solo son las proporciones lo que deja anonadado a cualquiera, es la creación de un espacio único y sublime, modelado por la luz, por el bosque de columnas, por las transparencias de las vidrieras, por los juegos de líneas y por las increíbles bóvedas que son una parte del cielo acercado a la ciudad.
Al salir y contemplar la obra desde fuera se percibe también una sensación extraña. Es un gran espacio religioso levantado en un tiempo y en una sociedad donde la religión cada vez ocupa menos espacio. Sin embargo las obras se van ejecutando como en el Medievo, con las suma de varios equipos, de varias generaciones y con las aportaciones de las gentes más diversas llegadas de todos los rincones del planeta. Conviene recordar que en los años 70 y 80 del pasado siglo, cuando se pretendía impulsar la continuación de las obras, hubo varios manifiestos de arquitectos e intelectuales catalanes que mostraron su oposición por considerar que era una obra cuyo tiempo ya había pasado.
Ya había profetizado el propio Gaudí que vendrían gentes de todo el mundo a contemplar estas obras y eso sería su mayor impulso. Por ello decidió trabajar en vertical sobre proyectos fragmentados. Levantó primero las cuatro torres de la Portada del Nacimiento que sorprendieron a todos y fueron siempre el mayor reclamo para continuar los trabajos. Desde el comienzo de los 90 el turismo creció de manera espectacular y la financiación ya no supuso ningún problema. El año pasado tuvo 4.500.000 visitas lo que hace una media de más de 12.000 visitantes diarios, con entradas desde los 18 euros hasta los 45 euros…
Pero, por encima de su acierto económico y turístico, queda la pregunta más inquietante ¿qué sentido tiene hoy una nueva catedral en esta sociedad que, cada vez más, vive al margen de la religión? Probablemente ya estamos en el tiempo del culto al edificio mismo, más allá de su significado y de su funcionalidad. ¿Alguien habla del Guggenheim por las obras artísticas que contiene? El arte reside en el edificio mismo.
Igual podríamos decir de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, que no brilla por la ciencia que allí se desarrolla, o del Centro Cultural Niemeyer de Gijón, donde aún estando buscando su utilidad. Hay otros muchos ejemplos. Es tiempo de edificios espectaculares que se justifican por sí mismos. No hay función, ni objetivo para el edificio. Simplemente los admiramos por su belleza. ¿Es esto despilfarro?, ¿decadencia?, ¿expresión del vacío de nuestros corazones?, ¿es el arte por el arte?. Siempre hay algo más, por supuesto, pero llega más tarde. Primero se impone la grandeza de un edificio, la genialidad de un arquitecto y unas fuerzas ocultas interesadas en mostrar su poderío.
Vuelvo a Gaudí cuando explicaba que la Sagrada Familia no sería la última de las catedrales góticas, sino la primera de una nueva era. Quizás vuelva a tener razón y adivinó esta época de edificios estrella, sin más objeto que mostrar las capacidades técnicas de nuestra sociedad y el vacío que se va instalando en su interior. Por eso este templo-basílica se está convirtiendo en una catedral fuera del tiempo.
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