Así es como dicen. El arte es de aquella manera o fluye de forma natural y surge el duende y si no, uno no tiene la culpa. Y algo así le debió de suceder ayer a Julio Aparicio, en Zarzuela del Pinar, que los dioses o tal vez sus musas particulares le abandonaron y salieron a florecer todos sus miedos. Y no quiero ni contarles como acabó la cosa, pero seguro que se la imaginan.
De cualquier forma, el torero sevillano es así. Y para lo bueno o para lo malo no pasa desapercibido, Y ayer nos tocó ver la cara mala. Pero en esas estábamos, cuando salió al ruedo el segundo de la tarde y sobre el ruedo un torero de la tierra, Emilio de Frutos, se plantó sobre la arena, clavo las zapatillas y se puso a torear, y lo hizo como si se hubiera reencarnado en el propio Julio Aparicio.
Demostró su sello particular con el capote, con unas medias verónicas de manos bajas, y se echó la muleta a la mano izquierda y dibujó el toreo al natural, como nunca le habíamos visto. Le puso al novillo la muleta por delante y le mostró como tenía que ser, y así fue. Y no era Aparicio, era Emilio, el que sacó a relucir un toreo poderoso y firme y con mucha rectitud, como es el. Y que les voy a decir, se arrancó a cantar Paco Peña, con la voz rota cantando por bulerias y aquello fue un disparate de clase y de torería a raudales.
Y lo demás no importa. No importa que Julito Aparicio se marchara cabizbajo y triste. Preguntándose a si mismo, por qué sus dioses particulares le habíán abandonado. Porque allí sobre la arena, un Dios se hizo hombre y toreó, como los propios ángeles, para unos pocos. Su nombre, Emilio de Frutos, y es de la tierra de pinares, de Navalmanzano. Les juro que no estoy soñando. El resultado es lo de menos, pero cortó cuatro orejas y un rabo.
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