Se cumple este domingo un año de la muerte de Víctor Barrio, y más cerca en la mente de todos está aún la muerte de Iván Fandiño. Dos toreros de una pasta especial, que han dejado un vacío tremendo en la mente de todos los aficionados al mundo de los toros, pero que a su vez han hecho recordar que tristemente en ocasiones el precio de alcanzar la gloria en el toreo es muy caro. Y se paga con la propia vida.
Son muy pocos los elegidos para alcanzar esa gloria con la que sueñan todos los toreros. En nuestra sociedad los que se visten de luces son unos seres fuera de lo común, de otra época, que no debemos olvidar que se juegan la vida cada tarde poniéndose delante de la cara del toro, buscando alcanzar esa gloria con la magia del toreo. ¿Puede haber algo más grande? Esa locura que arrastra a los públicos a las plazas de toros buscando vivir de cerca ese rito del hombre enfrentándose a un toro con un trozo de tela en sus manos.
Bendita locura la de estos seres, que nada tienen que ver con el mundo en que vivimos. Y para ello solo basta con repasar la vida de Barrio y de Fandiño. El de Sepúlveda se metió en el mundo del toro en las capeas, y Fandiño después de triunfar como pelotari en su juventud. Y sorprende su determinación, su ilusión y ambición por alcanzar la gloria en el mundo del toreo. Su actitud ante la vida, cuando se la jugaban cada tarde, sin darse cuenta que esa gloria tenía un precio. Demasiado caro. La muerte.
La muerte era ese precio, y los dos son ya toreros eternos. Eternos porque están en nuestro recuerdo, en ese lugar, decía Fandiño, «donde nunca se muere…» Y tanto Víctor Barrio como Iván Fandiño son ya toreros eternos. En memoria del torero de Sepúlveda suena hoy en la plaza de Las Ventas, el pasodoble que lleva su nombre, del que es autor el músico segoviano Julio de la Calle. Gloria para Víctor Barrio.
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