Soplaban vientos de primavera por las colinas calcáreas que ponen fin a las tierras de los páramos, pobladas de encinas, y dan paso a las tierras arenosas de los vastos pinares. Por primera vez unos hombres pisaban esas tierras inhóspitas. Dirigieron sus pies descalzos hacia una de las colinas, cercana a un pequeño valle con regatos y fuentes. Decidieron pasar ahí la primavera. Pronto empezaron a levantar en esa colina cercana un pequeño templo para honrar a sus dioses. Juntaron unas grandes piedras calizas, a modo de altar, y allí mismo por vez primera agradecieron a sus dioses que les hubieran dado una tierra que parecía agradable y fértil.
Los nombres de sus dioses se los llevó el viento de la historia. Pero luego llegaron otros pueblos, con sus dioses. Aprovecharon los restos y levantaron nuevas piedras para hacer sus ofrendas. Y llegaron otros. Y otros… Por fin llegaron unos pueblos con un nombre que ha respetado la historia. De las numerosas gentes celtíberas desparramadas por montes y páramos, en estos lares se afincaron los llamados vacceos. Y volvieron a levantar sobre aquella colina nuevas piedras calizas para dar forma a un templo donde honrar a sus nuevos dioses, con sus nuevos nombres. Andera, diosa de la tierra, Baelisto, dios solar, Baraeco, el dios de las aguas… Todos ellos fueron habitando esta colina, desde donde cuidaban de los hombres que cazaban por los páramos y recolectaban por el valle cercano.
Llegó después un pueblo orgulloso, de fuertes guerreros y grandes constructores. Allí, donde el viento de la historia se había llevado las antiguas piedras sagradas, volvieron a instalar a sus dioses, levantando altares y columnas. Esa colina caliza, poblada de tomillos y cantuesos vio las piedras levantadas para honrar a los nuevos dioses del viento, de la tierra, de las cosechas, del sol… Júpiter, Artemisa, Juno, Eolo… fueron ocupando sus espacios a lo largo de los siglos posteriores.
También el viento de la historia se llevó los sillares y columnas con los nombres de esos nuevos dioses. Soplaron vientos nuevos que trajeron nuevas creencias en un dios que domina la tierra y los mares, los cielos y los hombres. La colina vio de nuevo levantar un pequeño templo a ese nuevo dios. Volvieron a tallarse piedras calizas para honrar el nuevo nombre que volvía a habitar la colina. De aquéllas viejas piedras solo queda una entre las paredes que hoy se mantienen. Es la piedra más antigua, el cimacio de un capitel, que nos habla de un tiempo que ya tocamos con la mano. Unos pueblos bárbaros, llamados godos, se habían establecido por estos páramos. No duraron mucho tiempo. Pronto llegó otro pueblo, guerrero también, con un nuevo dios, que arrasó con todo. El pequeño templo fue remozado para dar cabida a un dios traído del desierto. La vieja colina de tomillos y cantuesos volvía a conocer a otro dios, aún más exigente que los anteriores. Tampoco permaneció mucho tiempo aquí el nuevo inquilino. Pronto volvieron los que habían sido expulsados y con ellos trajeron siglos de guerras e incertidumbres constantes. Aquel dios todopoderoso requería un templo para cobijar y proteger a sus numerosos fieles. Con las piedras que quedaban se levantó un templo románico sobre la colina calcárea. Luego se fue ampliando, se añadieron, atrios, una bóveda más alta, una torre que demostrara poderío, unas murallas que defendieran las partes más expuestas. Cuando los siglos traían riqueza se añadían, capillas, altares, cillas, campanas… Fueron siglos de ceremonias, cantos, procesiones, bodas, bautizos y entierros. La vida entera pasaba por la vieja colina de tomillos y cantuesos. Pasaron los siglos…
Los tiempos cambiaron. Un mal invierno de 1970 la techumbre del templo se quemó. El templo quedó vacío. Fue quedando solo y abandonado. Aunque los hombres repararon lo dañado por el fuego, ya los dioses se habían ido marchando de allí. Las paredes quedaron viejas, los suelos sucios. El olvido trajo telarañas y lechuzas.
Pero todo vuelve al principio en el ciclo de la vida. Llegaron unos hombres sabios y comenzaron a reparar paredes, a descubrir viejas piedras y artísticos ladrillos. Escribieron la historia entera de cada piedra. Pintaron las paredes y dieron luz a todos los siglos de historia que habían habitado allí.
En las fiestas del solsticio de invierno del año 2021 de la era común se abrieron los puertas para que la música de muchos siglos alegrara de nuevo las piedras y ladrillos del templo. Primero fueron las voces de la Coral Cuellarana, con alegres villancicos que levantaron los afligidos corazones en estos tiempos tan grises. Los viejos dioses fueron conociendo la noticia: “Se oyen cánticos en el templo”. Cuando llegó el día del segundo concierto… ya estaban reunidos allí todos los dioses de nuevo. Se había encargado de congregarlos uno de esos hombres que han tocado el cielo y habita con los inmortales, un tal Johan Sebastian Bach. Su música volvía al templo y no podía faltar ninguno de los viejos dioses. Llegaron los antiguos dioses sin nombre, los dioses celtíbeross, luego todos los dioses y diosas del Olimpo, griegos y romanos, llegó el dios de Abraham, el dios de Mahoma, el dios de las escrituras, el de Nazaret, el dios del Apocalipsis… Todos volvieron a reunirse para disfrutar del Concierto de la Coral Ágora de Segovia junto con la Camerata Clásica TMC. Entre tanta gente nadie se fijó en Juan Sebastian que estaba sentado frente al órgano, escuchando muy atento su Cantata 147, Jesús, alegría de los hombres.
Cuando terminaron las emociones y los aplausos Juan Sebastian reunió a los dioses. Traía entre las manos unos papeles para que todos los dioses se unieran para reclamar que el remozado templo continuara albergando las músicas de todos los tiempos, de todos los pueblos y de todos los siglos. Que se convirtiera en un templo para todos los dioses y para todos los hombres. Un templo para la música, que siempre ha unido a los hombres y es el arte que más acerca a lo divino y un templo para todas las artes que hacen florecer lo divino que los hombres llevan en sus corazones. Los dioses aprobaron la propuesta de Juan Sebastian y desde entonces andan pregonando por ahí, por toda la rosa de los vientos, que los hombres del lugar necesitan ese templo para disfrutar de la música y del arte, que andan desperdigados y no tienen ningún otro lugar, porque la semilla musical y divina, que cada uno lleva dentro, puede acabar secándose. “Quien tenga oídos para oír, que oiga”. Pregonaban.
30 diciembre, 2021
Es verdad que la música es lo que más profundamente nos toca. Seguramente esos primeros lugareños de Cuéllar hicieron sus propios encuentros de aires y danzas allí donde está La Cuesta. Es una herencia!