Toda la vida es un viaje
El viaje nos permite descubrir nuevos horizontes, explorar nuevas ideas. El viaje nos empuja a romper viejos prejuicios, nos abre el corazón y la mente. Por eso siempre nos transforma. Sin embargo en nuestros tiempos apuntarse al turismo de masas no es precisamente ir de viaje. Siempre el viaje nos hace humildes para entender que nuestro pueblo, nuestra cultura o nuestra forma de vida no es lo mejor del mundo.
Quien parte de viaje, como el que inicia El Camino, anda con los brazos abiertos para acoger y aprender, para entender lo nuevo y diferente, al tiempo que entierra los viejos tópicos y lo que imaginaba conocer. El turista de nuestros días cambia de paisaje y poco más. Busca sus mismas comidas, diversiones, comodidades y se acompaña de las mismas gentes y cultura que imagina que ha dejado atrás. Visita postales y escenarios que le han preparado para que pueda certificar lo eficientes que son quienes se lo han predispuesto todo. Viajar, en este tiempo de un turismo tan masificado, quizás más que abrir la mente, la encoge; más que abrir horizontes, los cierra; más que traer conocimiento, aumenta el orgullo y la ignorancia. Esos viajes turísticos están pensados para distraer la mente de la aburrida rutina diaria; para “recargar las pilas” de quien entrega todas sus energías a un trabajo que no le satisface.
Por este motivo estos viajes no nos hacen ciudadanos del mundo. Simplemente nos permiten contemplar por un agujerito escenas codificadas de otros lugares. Se puede “viajar” al pueblo de al lado… y se puede “hacer turismo” en la Patagonia.
“Viajar es buscar”, nos dice Jung, y Rodrigo Castro sentencia “es viajero quien es capaz de transformar las anécdotas de su aventura en un objeto filosófico de interés”. Con estos razonamientos en la mano podemos ver “el Camino de Santiago” como uno de los paradigmas de los viajes en nuestro tiempo. Es la modernización del Viaje a Ítaca. Viajar es una forma de mirar y de descubrir el mundo. Es la auténtica metáfora de la vida y del paso del tiempo.
Me llamó la atención un cartel que encontré en un albergue de Puente de la Reina donde diferenciaba entre el “turigrino” y el peregrino. Quería marcar la diferencia entre la turistificación actual del Camino y el sentido primigenio del recorrido de la ruta. Precisamente da a entender que el “turigrino” consume esta ruta como un producto más de los que el mercado le ofrece para desengancharse unos días de un trabajo carente de sentido.
Entre los diferentes finales de etapa hay furgonetas que transportan las mochilas y equipajes de un lugar a otro, para que los turigrinos no tengan que cargar más que con el agua y el móvil. En cada lugar encontramos albergues, pero cada vez hay más hoteles muy confortables e incluso lujosos, para complementar el “yo me lo merezco”. Es una ruta abierta y cada uno puede completarla como mejor le parezca, sin duda, pero quien no se distancia de la vida que ha dejado atrás, no espere que el Camino le aporte nada más allá de un ejercicio físico, unos paisajes y unas iglesias románicas, que probablemente le aburrirán.
Poco a poco vamos convirtiendo todos los antiguos lugares de viajes en verdaderos parques temáticos. Está sucediendo con ciudades que mueren de éxito turístico, como Barcelona, Praga, Venecia…Pero también le ocurre a pequeños pueblos donde el turismo ha hecho desaparecer todo su encanto y, por su puesto, todas sus raíces rurales. Hoy son escaparates que se visitan para contemplar lo que previamente ya hemos visto. Por supuesto también ocurre en la naturaleza y cada vez son más los lugares y los rincones “que no te puedes perder”, que se han saturado y corren un serio peligro de degradación.
El viaje siempre ha estado unido al mito y, por eso, está unido a la poesía, a la música, al arte…pero el turismo de masas está destruyendo todo lo que los lugares tienen de belleza. Mi recuerdo más horrible en este sentido fue la visita a la Capilla Sixtina, tan deseada y programada. Allí nos metían a 200 personas cada diez minutos, apretujadas, para que en esos minutos mirando al techo, entre sudores, codazos y empujones, pudiéramos satisfacer nuestra supuesta sed de cultura. Prefiero una ermita románica en un pueblo de Segovia. Transmite más vida y también más cultura.
Entonces le di la razón a un amigo que siempre dice que la mejor manera de conocer y disfrutar estos lugares tan icónicos es desde el sofá de casa, en una pantalla de cincuenta pulgadas, sin aglomeraciones, ni esperas y con una cerveza en la mano.
Ya sé que no hay solución a estas calamidades porque nos han convencido de que todos, quiero decir cientos de millones de personas, tenemos la ineludible necesidad de visitar la Alhambra, la Sagrada Familia, el Coliseo, el Gran Canal…Ese es el turismo de nuestro tiempo. Todos a los mismos lugares, en el mismo tiempo y de la misma manera.
Pero las redes, con Tik-Tok a la cabeza están consiguiendo empeorar aún más las perspectivas. Pueden hacer viral una pequeña playa, un mirador coqueto o una cascada… y en poco tiempo se saturarán de gente hasta la degradación total. Todos quedan contentos con sus selfies y sus likes. ¡Viva el turismo!.
Siempre nos quedarán los senderos solitarios del Camino de Santiago por la Maragatería o por las faldas del Pirineo, donde se ve caminar a peregrinos de muy distintos pelajes disfrutando de la soledad, del paisaje, de un buen encuentro o de unas piedras medievales y, al final del día, de una cerveza merecida, una buena compañía y una rica conversación, para luego descansar con la convicción de haber llenado todo un día de vida auténtica.
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