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Colores de Bretaña y Normandía (4)

  • Punta de Pen-hir

Andanza 4

El hombre para descubrir su humanidad debe cortar sus amarras y  lanzarse a los caminos. Dostoievski

Esta costa bretona es un encanto. Sobre todo ahora que ha dejado de llover cada día. Coincidimos con los escasos días en que luce un sol reconocible y un cielo limpio. La temperatura es agradable y anima a detenerse aquí y allá a lo largo de toda la costa. Vamos hasta la Punta de Penhir, el siguiente pico costero en el mapa de la Bretaña. Aquí, por vez primera, nos encontramos las huellas de la II Guerra mundial. Hay búnkeres, fortificaciones y algún resto de baterías que se utilizaban para controlar la entrada al Canal de la Mancha. Siempre ha sido un punto muy estratégico. Encontramos también un gran monumento erigido para recordar la contribución de los bretones a la liberación de Francia. Este tipo de monumentos construyen la conciencia de país. Nosotros no hemos pasado del caballo de Espartero. Nos faltan monumentos que nos identifiquen a todos. Ni siquiera fuimos capaces de conseguirlo con el 11M. Hoy casi abandonado. En este sentido, en cada rincón se percibe la gran diferencia entre el sentimiento de país, de patria, de territorio común que existe entre los franceses y los españoles. Hay que reconocer que la creación de un sentimiento de territorio común fue una de las virtudes del centralismo francés. También tiene sus problemas, claro.

 Estos caminos entre viento y herbazales llevan a otra estructura de menhires, que están levantados formando un gran cuadrado, sin mucha señalización ni explicaciones. Se conoce como el Alineamiento de Lagatjar. Está catalogado desde el S. XIX cuando se dice que había más de 600 menhires. Hoy solo quedan 65. Da la impresión de que es tan abrumadora  la presencia de piedras megalíticas que no pueden ponerlas todas en valor.  Nosotros nos conformamos con imaginarnos a Obelix repartiendo los menhires por acá y por allá. Pero continúa nuestra admiración por esta cultura que aunó tantos esfuerzos para dejarnos su sello y quizás sus mensajes y sabiduría plasmada en estas piedras.

Nos dejamos llevar por los caminos a lo largo de la costa y llegamos a Camaret-sur-mer, otro de los bellos pueblos bretones. Los franceses los catalogan como “pueblos con carácter”. Es una gran bahía natural que ha sido aprovechada desde antiguo como puerto seguro y como refugio para pescadores y marinos en tiempos de galernas. Por todas partes nos ofrecen los moules bretones y volvemos a entregarnos al placer de estos pequeños mejillones, servidos con patatas fritas, que pueden comerse a cualquier hora porque con una buena cerveza siempre son bien recibidos por los estómagos viajeros.

Observamos el puerto y nuevamente nos quedamos sorprendidos al ver las barcas sobre la arena sujetas por una especie de muletas para que no se caigan. El agua se ha ido muy lejos. Estamos ya en esta zona de amplias mareas que ofrecen espectáculos increíbles con inmensas playas vacías y el mar alejado a varios cientos de metros de distancia. Somos de tierra adentro y no acabamos de entender porqué en unas costas las mareas son de un metro y aquí son una inmensidad. Ya seguiremos con el tema.

Aunque vemos que todos estos lugares han conocido tiempos mejores sin embargo hoy continúan cuidados con mimo, sostenidos en parte por el turismo y en parte por otra serie de recursos que mantienen pueblos y ciudades con una población estable. En Morlaix nos llama la atención su apariencia de una ciudad mediana y los datos reales de que apenas tiene 15.000 habitantes. Está más lustrosa que la mayoría de nuestras capitales de provincias. En su publicidad se muestran orgullosos de mantener más de doscientas casas con sus bellos entramados de madera, algunos bastante reformados, pero en general en muy buen estado. Es el mejor sitio para perderse por las calles del centro histórico, hacer fotos, sentarse en una terraza y disfrutar de las alegrías que proporciona un viaje leyendo sobre estos lugares y contemplando a la gente en sus quehaceres. En realidad, hoy es fiesta y no hay mucha gente por las calles. Solo hay una plaza un poco animada porque hay una especie de fiesta montada por un grupo de músicos marchosos sudamericanos. Al final siempre queda  esta sensación de haber arreglado las ciudades para que las vean los turistas… pero nada más. 

La ciudad está dominada por un elegante viaducto, que le da un perfil semejante a Segovia con su acueducto. Fue construido en el S. XIX para que la línea del  tren Brest-París superara el valle donde se encuentra Morlaix. Llegó la modernidad donde había una ciudad histórica. Su elegante estampa contribuye a la belleza del lugar y no desdice nada con la arquitectura de entramados de la ciudad .

Continuando nuestra ruta por la costa volvemos a encontrar la señalización de un gran cairn, un túmulo megalítico enterrado, como ya vimos (mejor, adivinamos)en Carnac. Lo describen como un gran monte artificial de hasta 70 metros de largo y 10 de alto. Cuando llegamos, para nuestra desgracia, vemos que está cerrado porque es lunes. Nos limitamos a soltar por el aire el ojo volador y adivinamos lo que nos hemos perdido. Sin embargo disfrutamos del lugar y comprendemos que estos sinsabores son el precio que se paga por ir viajando por nuestra cuenta, a salto de mata, a salto de menhir o de túmulo. La belleza de la costa compensa nuestra decepción. Aparece el sol y estos verdes infinitos adquieren una riqueza de tonos que hacen inolvidable cualquier rincón. Hay casas muy cuidadas por toda la zona con jardines que aprovechan la humedad y el clima propicio para convertirse en verdaderos botánicos. Sin miedo a equivocarme reconozco en uno de los jardines unos esbeltos tajinastes, plantas endémicas de las Canarias que alguien se ha empeñado en hacer crecer aquí.

Autor: Jesús Eloy García Polo

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