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Egipto (3): Jesús Eloy García por las orillas del Nilo

Seguimos en el barco, Nilo arriba. Navegar por aquí es muy tranquilo y relajante. En la terraza del barco, con una cerveza en la mano es fácil imaginarse esta ruta como la gran vía comercial y cultural desde hace cinco mil años. Por aquí llegaba el oro a los faraones y por aquí bajaban los grandes obeliscos, las piedras de granito o las rocas más duras que se utilizaban para zonas especiales o sarcófagos. Bajaban y subían guerreros según fueran los tiempos. El Nilo hizo nacer a Egipto. Apenas unos cientos de metros más allá del agua termina el verdor y comienza el desierto.

También a esos acantilados desérticos vinieron los primeros anacoretas cristianos en el siglo IV a mortificar sus cuerpos para asegurarse la vida eterna, prometida por la nueva religión. Cuando ya no era posible alcanzar el cielo por la vía rápida del martirio estas colinas se llenaron de fanáticos solitarios que huían del mundo pecador para lograr la gracia divina por el ascetismo y la mortificación. El primero conocido fue San Antonio, que se instaló al otro lado, en las márgenes del Mar Rojo. Pronto se fueron poblando estas colinas por pequeños grupos que organizaban su ascetismo y sus miserias, sin apenas alimentos. Así comenzó la vida monástica que tanto éxito alcanzó en Europa durante la Edad Media. Primero se extendió por Siria y Anatolia hasta llegar luego al continente europeo. Fue en Italia donde surgió el fraile Benito que, después de destruir el templo de Apolo en las montañas de Nursia, construyó el primer monasterio europeo en Montecassini. A partir de ahí es bien conocida la exitosa progresión de los benedictinos y del monacato en general.

Todavía está Egipto sembrado de antiguos monasterios. Hay tours especializados para visitarlos, junto a la supuesta ruta de la Sagrada Familia en Egipto. El más exitoso en su tiempo fue el llamado Monasterio Blanco, al norte de Luxor. Fue fundado por Shenute, un auténtico fanático que instigó la destrucción del Templo Serapeum en Alejandria, argumento de la película Ágora de Amenábar. Funcionaba con unas reglas estrictas, que implicaban obediencia total y donación de todos los bienes. Cuando murió Senute, a los cien años, el Monasterio cobijaba a 2.300 monjes y más de 1000 monjas, convertido en una verdadera ciudad autónoma, autosuficiente y bien organizada.

Pero nosotros seguimos por el Nilo y poco a poco llegamos a Edfú, el templo mejor conservado de todo Egipto. Es ya de la época griega, gobernada por los Ptolomeos, sucesores de Alejandro. Es el único con su techo completo, lo que nos permite sentir cómo impresionaban estos espacios sagrados. Hoy es un simple reclamo turístico pero sus columnas, su oscuridad y su atmósfera transmiten aún ese deseo misteriosos de la inmortalidad.

Los primeros viajeros del siglo XIX recuerdan cómo este templo, al igual que algunos otros, estaba casi completamente tapado por la arena que se había ido acumulando durante siglos. Atisbaban su grandeza contemplando apenas el final de las columnas y pilonos.

Rio arriba encontramos el Templo de Kom Ombo, más ruinoso pero muy interesante por los detalles que conserva. Podemos observar relieves de lo más curioso: un calendario egipcio completo, un muestrario de los avanzados instrumentos quirúrgicos de la época, una escena de una mujer pariendo en cuclillas, una comparativa de dos penes erectos con recomendaciones para la esterilidad…Lo más interesante es un gran pozo, accesible con escaleras, que funcionaba como “nilómetro” por medir las crecidas del Nilo y, al mismo tiempo, determinar la cantidad de impuestos. A mayor nivel de agua, mejor cosecha y, por tanto, más impuestos.

Como en otros lugares se construyó dentro del templo una iglesia cristiana, con la consiguiente destrucción de estatuas y caras de los relieves de los antiguos dioses. Junto a los relieves antiguos añadieron cruces cristianas para rebautizar estos lugares tan sagrados desde antiguo.

Son muy agradables estas visitas cortas. Nos hacen sentirnos como faraones que van recorriendo sus dominios para retornar después a la barca real, con sus comodidades y sus deleites. Las orillas del río se ven cada vez más secas. Llegamos casi a la línea del trópico y apenas nos acompañan unas hileras de palmeras. Disfrutamos de cada atardecer como un gran regalo que nos hace el dios Amón a todos sus fieles.

Autor: Jesús Eloy García Polo

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