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Nueva Zelanda (3): en busca de la Cruz del Sur

Escalada en los macizos montañosos en la isla del Sur.

Ya hemos volado a la Isla Sur, la más rica en naturaleza, la más salvaje y también, la menos poblada. Hemos salido de Christchurch, la capital, donde nos estaba esperando la furgoneta Toyota que habíamos reservado. Enseguida, con más ansiedad que organización, nos hemos puesto en camino. En unos minutos ya estoy acostumbrado a conducir por la izquierda, aunque me asustan un poco los cruces y las rotondas. Compramos provisiones en el primer pueblo que encontramos y nos encaminamos por la carretera que lleva hasta el otro lado de la isla a través de los Alpes Neozelandeses.

Pronto vemos pasar a nuestro lado las inmensas praderas de esta isla, con sus vacas, ovejas y pequeñas granjas. Nos llaman la atención todas las construcciones. Nosotros diríamos que son prefabricadas. No hay piedra ni ladrillo. Solo madera y estructuras de fácil ensamblaje. Parece todavía un país de pioneros donde hay que construir rápido los refugios y viviendas. Los pueblos apenas tienen cuatro casas y el hábitat es muy disperso.

Llegamos hasta Arthur Pass, en medio de las montañas, desde donde parten bastantes rutas de caminar para disfrutar de estos impresionantes parajes. El agua cae por todas partes formando multitud de cascadas, desde tres metros hasta los 130. Recorremos algunos senderos y nos sumergimos en este sugerente tipo de bosque tan extraño para nosotros. Es el auténtico bosque del Terciario, único resto en el planeta, por donde andaban los dinosaurios. Solo queda algo parecido en el bosque de Laurisilva canario. Está formado sobretodo por brezos gigantes, de 6-8 metros, helechos arbóreos y otras numerosas especies, primas del laurel, que solo crecen en Nueva Zelanda. Todo es muy extraño, hasta las hierbas al lado de la carretera o los matorrales del camino llaman la atención de cualquier europeo.

Paisaje verde y montañoso.

Estas islas se separaron del Gran continente Gondwana hace unos 100 millones de años. Por ese motivo las plantas son únicas y no hay mamíferos ni reptiles. Solo queda uno, el taotara, que desciende directamente de los dinosaurios. Las aves llegaron por su cuenta y se conservan algunas exclusivas de Nueva Zelanda como el famoso kiwi, que nadie ve porque es nocturno, y el kea, un tipo espectacular de kakatúa verde que grita de forma ruidoso y tiene la simpática manía de arrancar limpiaparabrisas o gomas varias de los coches. En cada aparcamiento solitario hay un cartel avisando para que no se descuiden los conductores.

Recorremos alguna senda por trazados difíciles pero construida con tales medios que me causa envidia malsana al recordar nuestra Senda de los Pescadores. Son estructuras caras, pero preparadas para durar en el tiempo y sobrevivir a las peores condiciones de erosión y desgaste. Los Neozelandeses son amantes de la naturaleza y además estimulan este tipo de turismo. Invierten en ello y obtienen sus frutos. Así son reconocidos en el mundo entero. Algún día veremos algo así para recorrer ese precioso y valioso bosque de galería castellano que llamamos la Senda de los Pescadores. No merece la pena seguir haciendo arreglos que duren una temporada.

La carretera va recorriendo estas montañas buscando siempre el paso más fácil, junto a la línea de ferrocarril, que se abrió en 1920, para comunicar la parte este y oeste de la isla. Vemos algún puente para el paso del tren de auténtico susto, sobre postes de madera en medio de corrientes impetuosas que parece que estamos en los albores ferroviarios del siglo XIX. Quedan aún en uso como testimonio de lo duro que fue construir este paso, sustituyendo a los coches de caballos que hacían el recorrido incluso en pleno invierno. Todavía hemos visto el último de ellos en un pequeño museo.

Cuando se viaja se tiene la sensación de que los días son infinitamente largos por la cantidad de paisajes, pueblos, personas y vivencias que van pasando a lo largo del día. Al caer la tarde se ve la mañana como algo muy lejano en el tiempo y en el espacio, como si hubiera ocurrido hace ya mucho tiempo. Tal es la riqueza del viaje. Todo lo contrario de la monotonía de los días normales. Pero siempre buscamos un ritual cada tarde, tras asentarnos en un camping: abrir una cerveza, respirar hondo y mirar con asombro estos paisajes que la naturaleza del otro lado del mundo nos ofrece. También esperamos alguna noche sin nubes para contemplar la maravilla del cielo nocturno del hemisferio austral, la Cruz del Sur.

Autor: Jesús Eloy García Polo

Muévelo

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