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Transiberiano (15): Desde Mongolia a Pekín

Día 15. De la naturaleza a la civilización, 18 de agosto

Día de vuelta a Ulan Bator. Es un día duro en la furgoneta. Una buena parte del camino lo hacemos por pistas en muy mal estado, porque la carretera principal está en obras. Parece que el país entero está en construcción. También en Ulan Batoor los accesos, puentes, calles y aceras están en obras. El polvo, ruido y desorden en general son omnipresentes.

En el camino hemos vuelto a parar en la “aldea “de los padres de Gana, el conductor. Allí hemos comido los dos tapers que nos dieron en el campo de Gers. Ensalada y empanadillas contundentes de carne. En la casa tienen tienda y hacemos gasto de cervezas y un postre de manzanas en almíbar con algunos helados. Contemplar la casa, la estancia de la comida, el patio, hasta la letrina… todo nos deja con la boca abierta. Hay niños por todas partes. Les damos algunos banderines del Barcelona (!). Ninguno somos del equipo, pero así es la vida.

Mongolia nos ha hecho gente de espíritu abierto. Tarde relajada. Cena y velada tranquilas. La ciudad nos sigue pareciendo horrorosa, pero en este país de nómadas seguro que les parece el centro del mundo. Después de tantos días juntos, conviviendo y compartiendo todas las peripecias las 24 horas del día, vemos lo importante que es un grupo. Supone afecto, apoyo y seguridad.

Cada uno tiene un papel diferente. Unos llevan el dinero y las cuentas, otros se encargan de las relaciones en inglés, otro lo hace en francés. Hay quien en seguida suelta los pies y las manos para alegrar una fiesta. Otros tocan armónica o guitarra. Tenemos el encargado de comunicaciones, foto y vídeo en general, quien escribe las crónicas… También hay quien tiene facilidad para relacionarnos con la gente y facilitar ser bien acogidos. Todos nos sentimos importantes.

El hecho de encontrarse rodeado de amigos aumenta el disfrute del viaje, porque todo es más fácil y una mala discusión sólo dura un minuto. Nos damos cuenta de lo fundamental que es la compañía cuando se viaja. Todos tenemos en la mente algún viaje de mal recuerdo por el mal rollo de algún acompañante. Y, por supuesto, recordamos siempre con placer esos días donde la buena compañía nos ha ayudado a que el viaje sea inolvidable y marque un hito en nuestro recuerdo. Así es este viaje de tren y naturaleza.

Bruma, nuestra amiga estudiante de español nos ha acompañado todo el día. Ya parece una más del grupo. Ha disfrutado de las compras y de una comida con españoles hablando en voz alta. Disfrutará con el trozo de lomo que con cariño le hemos regalado, pero disfrutará sobre todo del buen recuerdo que le hemos dejado el primer grupo de españoles, con el que ha podido practicar este idioma tan raro en Mongolia.

Hoy comento:

Los días en Mongolia nos dejaron marcados. Nos ocurrió lo mejor que puede llegar a sentirse en un viaje: verse sorprendido, mucho más allá de todo lo que esperábamos. Nos marchamos con pena, con mucha pena, de verdad. Tantos miles de kilómetros nos separaban y, sin embargo, enseguida conectamos con la gente, nos sentimos acogidos y les hicimos un hueco en nuestro corazón.

Desde entonces, a los amigos que sé que les gusta viajar, siempre les recomiendo Mongolia. Pero nunca llego a ser convincente. Queda tan lejos, hay tan pocas referencias, tenemos tan pocos lazos que nos unan… Todo mentira. Nosotros también nos juramos que volveríamos… Que volveríamos a perdernos por sus espacios infinitos hasta llegar a las míticas montañas de Altai donde las estepas continúan por Kazijistan.

Ahí sigue Mongolia esperando a viajeros sin prisa, sin límites y sin horizontes definidos. Cuándo me preguntan qué hay en Mongolia, respondo convencido y con contundencia “nada, pero eso es lo más interesante”. Allí descubrimos en qué consiste el viaje. Mongolia no necesita parques temáticos, monumentos archiconocidos, bulevares para impresionar, cuadros famosos para hacerse selfies, museos con artistas y militares en conserva. Mongolia no tiene nada, por eso hay que ir…

Autor: Jesús Eloy García Polo

Muévelo

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