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Un juglar por el Camino (4): ¿Para qué sirven las patrias?

  • Frómista

¿Para qué sirven las patrias?

“…Y no hay pueblo que no se haya / creído el pueblo elegido” (Jorge Drexler)

Por el Camino me encuentro con gente muy diferente, que viene de lugares muy diferentes. Pero todos pertenecemos a la misma cultura, la occidental, cristianizada, aunque algunos no se reconozcan como tales. Incluso los orientales se sienten atraídos por esta idea cristiana del viaje-camino, que es universal. Contemplando estas gentes tan variopintas me van llegando pensamientos sobre este mundo nuestro tan cercano y tan distante, tan uniforme y tan distinto.

Hablamos de un mundo global y globalizado. Pero, en realidad, el mundo solo es global para unos pocos, para nosotros, los privilegiados del primer mundo. Para el resto del planeta el mundo está lleno de muros y fronteras que no lo hacen precisamente abierto y global.

Esas fronteras son las que definen nuestro mundo. Nunca han sido tan fijas y definidas como ahora. Simplemente tenemos que pensar en nuestros siglos medievales donde siempre existían unas “tierras de frontera”, un territorio indefinido, a veces de un lado, a veces del otro.

En nuestro tiempo las fronteras son un problema mayor porque dificultan los movimientos de población y las migraciones que siempre han existido. Vuelvo a recordar que somos nómadas y de tiempo en tiempo nos echamos al camino…casi siempre por necesidad.”…Yo no soy de aquí, pero tú tampoco”, continúa cantando Jorge Drexler.

Siempre nos hemos agrupado en torno a clanes, tribus… y ahora pueblos y naciones. Siempre cultivamos ese sentido de pertenencia que nos da seguridad y protección, nos identifica y nos hace reconocernos como ciudadanos de una comunidad. Sin embargo, siempre han existido pueblos que han hecho de esa identidad un arma de guerra arrojadiza, rompiendo convivencias y provocando conflictos que han recorrido toda la historia humana. A lo largo de la historia ha habido guerreros, gobernantes y sacerdotes que han enarbolado la bandera de la identidad para lanzar a los campos de batalla a huestes ignorantes que nada sabían de los verdaderos propósitos. Casi todas las guerras han tenido motivaciones económicas y territoriales, envueltas en el terciopelo de las identidades de pueblos. Así ha sido desde los hititas a los nuevos israelitas.

Como ciudadanos individuales nosotros siempre tejemos lazos entre nosotros y tendemos a unirnos. Nos relacionamos con todos, sin importar país o religión. Todos somos “buena gente”. Estos días escuchamos con admiración relatos de aldeas palestinas o israelíes donde convivían sin problemas judíos y árabes. Nuestros problemas nos llegan de la esfera superior. Son los gobernantes, los guerreros, los políticos  de cada época y bando los que buscan enfrentarnos para defender sus propios intereses. Recuerdo las historias leídas en los grandes cementerios de las guerras mundiales, en Gallipolli o en Normandía, de cómo los soldados que estaban atacándose desde sus trincheras se reunían en la tregua de Navidad para intercambiarse cigarros, bebidas, chocolate e incluso para un partido de fútbol…Enseguida los mandos militares prohibieron aquello, porque esa fraternidad los dejaba con el culo al aire. Los soldados no se odiaban, ni buscaban aniquilar a los otros muchachos de veinte años que estaban en las trincheras de enfrente.

Como dice la cita del principio, todos pertenecemos a un pueblo que alguna vez se ha sentido elegido, por lo general para misiones conquistadoras, transcendentes, bendecidas por los chamanes de turno. 

Vemos estos días que algunos pueblos siguen manteniendo esa concepción de pueblo elegido reclamando una tierra que les pertenece por mandato divino. Nos revelan que  seguimos en las mismas guerras antiguas de siempre, tan antiguas como la humanidad. Nuestro mundo racional ha evolucionado poderosamente a través de los siglos, pero nuestro mundo emocional continúa siendo el mismo que en los tiempos del Neolítico, cuando un hacha de piedra era la herramienta más destructiva. Nuestras emociones hoy nos crean desastres mucho mayores que entonces. “Tenemos emociones del Paleolítico, instituciones medievales y tecnología propia de un dios. Y eso es terriblemente peligroso”(Edward O. Wilson).

Ese mundo emocional es el más manipulable, como bien se sabe desde que surgieron los nacionalismos en el siglo XIX de la mano del espíritu romántico, que volvió su inocente mirada  las tradiciones, las raíces, el espíritu de cada pueblo. Todas las campañas políticas van dirigidas al ámbito de las emociones. Los políticos no están interesados en que nos manejemos racionalmente. Ningún poder quiere que pensemos y decidamos por nuestra cuenta. Ya nos dice Vargas Llosa que “ el Nacionalismo es la única cultura del inculto”. Y  siguen utilizando muy bien esa ignorancia.

Para entender este juego de patrias, naciones e identidades hay que volver a Cicerón, “Ubi bene, ibi patria”. Donde estemos bien, allí está nuestra patria. Quizás nuestra patria se condense en unos sabores de la cocina, en el tres por cuatro de músicas tradicionales, en unas fiestas que rompen el círculo monótono de la vida, en el paisaje de nuestra niñez, en unas meriendas de amigos… y poco más. 

Hoy más que nunca estamos desarrollando una conciencia universal. Mantenemos la diversidad, tan rica y tan creadora pero nos reconocemos partícipes de una comunidad universal. “Tanto como ciudadano de una nación, soy ciudadano del mundo” Nos comentaba Kant, hace ya doscientos años. Mientras tanto los nacionalismos, disfrazados de diversos colores han seguido poniéndonos los unos frente a los otros. Quizás, como pueblos hermanos, seguimos envueltos envueltos en el mito de Caín y Abel. 

Y cada día, en cada noticia, en cada web, en cada telediario vemos lo fácil y rentable que es insultar, acosar y despreciar a la otra parte de la población con la que yo no me identifico. Todo bajo un pensamiento subliminal: la mía es la verdadera patria.

Andando por el Camino no hay patrias, ni países. Hay gentes diversas y variopintas, con motivaciones diferentes, con futuros abiertos y conectables. Todos somos peregrinos y miramos al cielo recordando a Carl Sagan “Somos polvo de estrellas”.

Autor: Jesús Eloy García Polo

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